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Porquería

un blog de Guillermo Fadanelli

martes, diciembre 09, 2003
La conocí hace muy poco tiempo en una especie de funeral en el que me presenté a echarle un vistazo al cadáver de la literatura; es una mujer elegante y mordaz, aunque calculadora. De ella me gustó su voz y que fuera tan pálida, y que evitara hablar de ella, y que pensara que la mayoría de los hombres somos tan estúpidos como parecemos. Por el contrario, me aterraba su frialdad para calcular sus actos e inducir a los otros a perseguirla, todo lo tenía calculado: sus preguntas, el brillo de sus ojos hermosos, sus drogas, los pretextos que construía para evitar caer en las redes del otro. Seguía, por supuesto, una estrategia inteligente, es decir, jamás hablaba de sí, ni de sus proyectos, ni de otros hombres. Nada parecía tener importancia para ella excepto —y en esto resultaba tan sutil— halagar al hombre que tenía enfrente. La belleza y la inteligencia no se dan en una misma mujer más que en extrañas ocasiones y, cuando esto sucede, es mejor darse un tiro antes que comenzar esa piadosa y terrible cacería en la que, sin remedio, la supuesta víctima culminará la comedia devorando las entrañas del cazador. Y no estoy hablando precisamente de lo que conocemos comúnmente como inteligencia y que asociamos automaticamente con la inteligencia masculina, es decir, aquella capaz de certificarse a partir de un curriculum, de una biografía o en el cumplimiento de una lógica exacta; estoy hablando, más bien, de la otra: la inteligencia bestial, la del que sabe por naturaleza y se contempla a sí mismo y a los otros como los objetos de un juego cuyas reglas están claramente marcadas en el mundo de los signos, esa inteligencia que sabe leer en tu rostro, en tus palabras, en la intensidad de tu excitación, que sabe reconocer el barro del que estás hecho. Nuestros encuentros fueron aparentemente agradables pues ambos sabíamos mover las piezas: ella preguntaba, yo respondía; un juego aburrido pero amable, sin pasiones, ni sangre, ni miraditas imbéciles o acusadoras. La única diferencia entre estos dos jugadores es que ella, y no me parece raro, piensa —lo sabe— que en el encuentro sólo habrá de recibir algunos rasguños sin importancia. La razón de tal vanidad es que las mujeres hermosas están muy mal educadas, quiero decir que han tenido a una gran cantidad de zalameros acostumbrándolas a ser lo que son de todas maneras. Y es que después de ser tan mimadas por los espontáneos les resulta muy sencillo creer que lo único que desean los hombres es entrar a la casa por la misma puerta. Me explico: ¡Creen que todos los hombres se las quieren cojer! La desgracia es que no les falta razón y han aprendido a disfrutar —sin involucrarse, claro— los argumentos con los que el macho disfraza sus deseos. ¿Qué puedo hacer? Nada, por supuesto. O más bien sí, me iré a dar un paseo lejos de la femme fatale y de su jauría de perseguidores. Suerte, muchachos, que la zorra se les escapa.
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