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Porquería

un blog de Guillermo Fadanelli

Mi hijo para presidente

miércoles, septiembre 14, 2005
Existe una fotografía donde se me puede ver de niño, con un micrófono en la mano mientras, a mis espaldas, la abanderada de mi escuela primaria mira a la cámara sin mostrar emociones, como debe hacerlo una portadora del lábaro patrio. Tengo sobre mi cabeza una ajustada cuartelera y cubro mis manos con unos holgados guantes blancos. Probablemente, al comprar estas prendas, mi madre debió considerar mis manos demasiado grandes y mi cerebro bastante modesto. No se equivocaba.

Mis palabras iban dirigidas a la generación que abandonaba los territorios de la primaria para seguir sus estudios en otra escuela: a partir de ese día, nosotros, los alumnos de quinto año, pasábamos a ocupar sus pupitres. Aquella fue la única vez en mi vida que recité un discurso de despedida, aunque dudo mucho que se me comprendiera pues tenía el micrófono casi soldado a los labios. El discurso lo preparó mi padre la noche anterior a la ceremonia y debí memorizarlo durante la madrugada. Al día siguiente, somnoliento como estaba, olvidé los pasajes donde se ensalzaba la figura del director a quien mi padre deseaba halagar (según él para bien mío). Mi padre siempre fue experto en halagar a las instituciones.

Después de aquella ocasión sólo he vuelto a tomar el micrófono para despotricar contra la humanidad. Sobre todo en mi vida universitaria donde me rebelé con más vehemencia contra las autoridades. No volveré a hacerlo pues mi experiencia me dice que son las personas más detestables las que se empeñan en dirigirse al público. Tiranos, predicadores, líderes, ninguno de estos personajes titubea para subir al estrado y ofendernos con sus palabras. Tal vez desean salvarnos porque ellos están hundidos en la inmoralidad, o porque bajo el estrado balan miles de ovejas deseosas de ser conducidas por el sendero del bien. Y no importa que sea un discurso trivial, éste cobra importancia cuando va dirigido a un público cautivo.

Contra mi propia opinión fui elegido para dar el discurso de despedida a la generación saliente. ¿Habrá mi padre pagado por ello? El hijo del carnicero podría haber expresado unas palabras más sentidas que las mías; lo imagino comparando el porvenir de los compañeros con una jugosa chuleta de cerdo. Nadie como él tenía tanto derecho a la metáfora. Sin embargo, me eligieron a mí porque mis maestros afirmaban que tenía dotes de orador. Veían en mí a un pequeño político que años más tarde ofrecería nutridos discursos a la población. Y es que entonces todos los maestros de primaria soñaban con darle clases a un futuro presidente de la república. Un mal sueño, porque desde entonces no conozco a un sólo presidente mexicano al que se le recuerde con cariño o agradecimiento. Hablar en público nos hace mentirosos de principio. Ni siquiera en las bodas se salva uno de mentir cuando felicita en voz alta a los novios (a mí siempre se me antoja la novia). Si uno se dirige al público, a la masa, a los espectadores, miente aunque diga la verdad: "Me admira cómo se puede mentir poniendo uno a la razón de su parte", escribió Sartre en La náusea. La verdad de las palabras queda sepultada bajo el alud teatral del acontecimiento. El orador y quienes lo escuchan están hechos de la misma madera, encarnan en un matrimonio perfecto. Cuando, durante mi vida universitaria, subí al templete para arengar a los estudiantes, no lograba hacer a un lado el sentimiento de farsa que me embargaba. Mientras hablaba, mi otro yo suplicaba con su voz interior: "No me tomen en serio, no soy más que un miserable que requiere un poco de atención". Ojalá mi padre hubiera continuado escribiéndome los discursos después de la primaria; por desgracia, luego de que olvidé los halagos al director durante aquella mañana de hace casi treinta años, desistió de hacerlo. Se dio cuenta de que su hijo no servía para hablar en público. Y tenía razón.
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