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Porquería

un blog de Guillermo Fadanelli

El Barroco

sábado, septiembre 17, 2005
La palabra barroco es sin duda ya una expresión popular. Apenas escuchamos decir que determinada cosa o persona es barroca, nuestra mente nos entrega una imagen abigarrada, carente de sobriedad. Fuera de las definiciones cultas o históricas, se piensa en el barroco como lo exaltado, lo que se mueve y abandona su lugar, lo que traiciona lo clásico para entregarse a nuevas maneras de expresión. Una traición que podría comprenderse mejor como evolución, ya que sin un fundamento clásico lo barroco no podría producirse o tener lugar. Ahora bien, ¿tiene algún caso escribir acerca del barroco en estos tiempos donde el lector común sólo desea enterarse de actualidades? ¿Acaso lo barroco no está enterrado en las vitrinas de los museos y los libros de arte?

Nos imaginamos un carácter barroco como uno apasionado, oscuro, poco dispuesto a conducirse con mesura aun cuando a veces se exprese con propiedad. El carácter barroco nos propone trascender nuestras formas clásicas de supervivencia: el trabajo rutinario, el ahorro, la organización de nuestro conocimiento y el orden tradicional, en pos de una dramatización absoluta. Proveniente de la palabra italiana barocco (impuro, mezclado, bizarro, audaz), el barroco designa un estilo artístico que comienza a mediados del siglo dieciséis y tiene sus últimos estertores siglo y medio después. Sus versiones son contrastantes y las encontramos arraigadas en los más distintos parajes: desde la pintura italiana hasta el drama alemán, pasando por la poesía española del siglo diecisiete.

Dos impulsos cruciales parecen recorrer la historia del arte en Occidente: uno de ellos se revela como un constante volver hacia lo clásico, a los cánones griegos o primigenios de la cultura; el otro, complementario, tiende a la ruptura, a la aventura y a la renovación de los modelos clásicos.

En lo general las artes neoclásicas son parte de la primera definición. Los estilos romántico y barroco, por el contrario, poseen un alma aventurera (Goethe definía al clasicismo como salud y al romanticismo como enfermedad). No quisiera detenerme en estas definiciones tan abarcantes, superadas en todos los sentidos, pero diré que el estilo barroco no puede concebirse sino como desprendimiento del arte clásico renacentista que se extendió en varias ciudades europeas después del medioevo. Fue un deseo de ir más allá, de saltarse la cerca sin abandonar completamente la casa. Como sabemos, primero viene la crisis, el dudar y poner en entredicho lo clásico (la voz de los padres); después viene el rompimiento que da lugar a las formas nuevas: así parece proceder la vida y así también, a través de sus nuevos estilos, el arte. El filósofo mexicano Bolívar Echeverría sugiere que la propuesta del barroco consistió en sacudir las formas, las proporciones clásicas aceptadas como perfectas para despertar así la vida que dormita o está congelada en ellas. El barroco como una manera de abrir puertas, de liberar, de mostrar un nuevo equilibrio en los terrenos del arte. En México los ejemplos más prácticos o evidentes de arte barroco podemos encontrarlos en el ámbito de la arquitectura religiosa. El símbolo y la alegoría como corazón del barroco no sólo tendieron a seducir al indio para sumarlo a un orden nuevo, sino incorporaron también los efectos de su imaginación: se trataba de seducirlo con formas que expresaran algo más que un canon. Cualquiera que visite la iglesia de Santa María Tonantzintla, a unos minutos de Puebla, puede comprobar mis palabras: la ornamentación del templo saturada de formas imposibles nos traslada de súbito a un espacio fantástico, los colores primitivos nos convierten en espectadores de un juego pagano. Manuel Toussaint, el gran historiador de arte colonial mexicano, describió así la iglesia de Tonantzintla: ?Todo su interior está revestido de ornatos en relieve que vistos en conjunto presentan el aspecto de una gruta maravillosa o el santuario de un dios desconocido?. Otro ejemplo arquitectónico del barroco extremo se encuentra en el convento jesuita de Tepotzotlán, en el Estado de México. No creo que exista, excepto en la mente de un loco, una ornamentación semejante: el miedo al vacío ha saturado cada centímetro del camarín y el altar: es imposible respirar, reflexionar, asimilar cada una de las formas doradas, de las metáforas bíblicas que se arrojan sobre el espectador sin pudor alguno. Así, una vez que la razón y la distancia han sido anuladas, sólo nos queda lanzarnos al vacío, a la contemplación de lo divino, al suicidio místico (quizás a esto se refería Walter Benjamín cuando decía que la polémica no formaba parte del espíritu barroco). Si de algo estaban conscientes quienes labraron el camarín del convento de Tepotzotlán era del efecto que podían causar en el hombre de su tiempo. Se trata de arte religioso, cristiano, pero al mismo tiempo arte de la locura alegórica, de la comunicación excesiva. En el barroco extremo impera el temor al vacío, la necesidad de colmar los altares y la mente de símbolos referidos a un mundo divino, un mundo cuya grandilocuencia nos haga enmudecer.

Como podemos ver, nuestra época no es ajena al barroco: la tecnología, la desordenada acumulación de saber y la libertad para expresarse producen diariamente objetos de naturaleza barroca. Habitamos una época saturada de símbolos, de alegorías comerciales, incapaz de guardar silencio o de mostrar mesura en sus expresiones comunicativas. No es el arte religioso -como sucedió en el siglo diecisiete- el vehículo del barroco, sino la sociedad entera: policromía y eclecticismo en la comida y en la arquitectura, exceso de oferta en la música, imágenes que apresuradas se suceden en las calles o en la pantalla electrónica sin dejar margen a una interpretación profunda. La comunicación excesiva nos lleva a delirar o a enmudecer. Se trata, por supuesto, de un barroco enloquecido, de uno que ha perdido el control; no un estilo o una tendencia histórica sino un crecimiento desmedido del tejido visual, un cáncer.

La inclemente producción de imágenes contemporánea nos recuerda poco menos al barroco que a una tendencia conocida como churrigueresca, la cual toma su nombre del arquitecto español José de Churriguera. Si en el barroco existe equilibrio aun en sus alegorías excesivas, en el churrigueresco la columna vertebral se quiebra y la imaginación pierde raíces: no se parte del arte clásico para renovarlo o vitalizarlo sino que se detiene en una exaltación desmesurada de las formas hasta vaciarlas de dirección o contenido.

Termino con una apreciación; como el romanticismo, el barroco no ha sido sólo una tendencia artística, un estilo, sino también una manera de ordenar los valores morales y de comprender el mun-do: de vivir. Sus obras pueden ser contradictorias y varían según las épocas, los países y la posición de sus críticos. Son barrocas la poesía de Góngora y sor Juana Inés de la Cruz, El criticón de Baltasar Gracián, el sagrario de la Catedral Metropolitana en Ciudad de México, las pinturas de Cristóbal de Villalpando, la música de Vivaldi, las esculturas de Bernini, el teatro de Calderón de la Barca. La diversidad de estas obras nos dice que el barroco fue un espíritu, una moral y un estilo que tuvo su expresión más acabada en una época. Sin embargo este espíritu vuelve a hacerse presente en nuestros días donde todas las tendencias del arte, sin ninguna vergüenza, se sientan a la misma mesa: una época de excesos visuales y simbólicos, una época barroca.
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